lunes, 25 de julio de 2022

EL REGALO DE MANUEL MEJÌA VALLEJO Y AL PIE DE LA CIUDAD

 ¿Por qué corres tanto?", le gritaron cuando pasó frente a la venta de la señora Petra, en la primera vuelta del camino. "Voy para el pueblo a ver a papá", respondió sofocado. Llevaba los cabellos al aire, y los pies descalzos. El sudor le humedecía la frente y la camisa y todo el cuerpo. "Si corres tanto no llegarás pronto pues te cansarás y tendrás que echarte por ahí. Vete despacio y llegarás antes de lo que supones". "No", respondió, “hoy es domingo, el día de ver a papá. Los demás días no dejan ver a los presos”. “Corre, corre entonces", le gritó la señora Petra, a la puerta de la venta, mientras las ágiles piernas del niño Diomedes iniciaban, otra vez, la febril carrera. Pero el camino es largo. Polvo y piedras bajo los pies. Sol picante sobre la cabeza. Calor. Y, después de media hora de camino, un poco de cansancio. El pequeño canasto con los regalos de mamá - unos bollos blancos, un trozo de cerdo - no pesa, es cierto, pero embaraza un poco la marcha. El niño Diomedes hubiera preferido no traerlo. Pero entonces, ¿qué le habría dicho a papá? Sí. Mamá estaba enferma. No podía ir hasta el pueblo para visitarlo en la cárcel. Algo, en el estómago, algo como una puñalada, la tenía tirada en el suelo, sobre la estera. Levantándose trabajosamente, pálida, con el pelo revuelto, con las manos temblorosas, había prensado el maíz contra la piedra, había adelgazado la masa, la había humedecido y luego esas mismas manos amarillentas y enflaquecidas la enrollaron en pequeños y simétricos trozos que ella puso al fuego para que se transformaran en auténticos bollos. "Mañana llevas esto a Rogelio". Sí. No podía abandonar el canasto. Seis bollos y un pedazo de cerdo, no pesan nada. Adelante, pues, adelante. El camino, además de largo, es estrecho. "De herradura" lo llaman. Y hay, en efecto, huellas de herradura que quedan impresas en el polvo blando y caliente. Huellas de muías, con su carga de panela, huellas de caballo, con su carga humana, huellas de asno, con su carga de miel. El niño Diomedes va desflorando con sus pies el dibujo en relieve, de las herraduras. En su reemplazo queda la huella propia, la de su paso, la de sus cinco, la de sus diez dedos y, un poco fugaz, la de sus plantas. Corriendo como va, no es mucho lo que queda, pero algo queda. Sus pies han perdido la curva. Están casi planos. Desde siempre tomaron contacto directo con la tierra, con el polvo, con las piedras, con los espinos, con las zarzas. Debieron ser suaves como una mejilla, alguna vez. Diomedes no lo recuerda. Siempre se ha visto así, sin alpargatas, y siempre ha sentido bajo sus plantas de niño la caricia áspera o la caricia blanda. A veces duelen los pies, como ahora al aumentar el calor. Se cuartea la dura piel del calcañal, y se abren pequeñas grietas en las junturas de los dedos, y por ellas brota, con el hilo del dolor, un poquito de sangre. Caminar así es como ascender todos los días a un Calvario. Pero, a pesar de todo, los pies de Diomedes que son pies de once años de edad, parecen ya de bronce, como si con ellos hubiera caminado por sobre la tierra durante once siglos: dura planta, curada, probada contra la corteza de la tierra. Planta caminera y resistente contra la cual se embota la fiereza de la zarzamora y casi se hace inútil la asechanza sutil de la espina. Diomedes va corriendo. "¿A dónde vas tan aprisa?", le pregunta, al pasar, montado en su bello zaino el mayordomo de "Las Tres Colinas", don Urias Gutiérrez. "Voy al pueblo, a ver a papá", responde deteniéndose Diomedes. “¿Qué llevas ahí?". "Un encargo de mamá". Don Urías mira al niño Diomedes, quiere decirle algo, pero se arrepiente, aprieta con los talones el vientre de su cabalgadura y sigue al trote. Diomedes ve alejarse el caballo y el caballero como en los cuentos: entre una nube de polvo. ¡Si tuviera un caballo! Ya estaría en el pueblo, habría amarrado la bestia al palo de la plaza, en el sitio que él conoce tan bien, y estaría esperando que el guardia lo dejara pasar al patio de la cárcel... "Papá, aquí están los bollos. Mamá está un poco enferma. No pudo venir...". No. Hay que seguir corriendo, corriendo. Diomedes piensa




que es mejor descansar un poco. No. Tampoco. Seguir a buen paso. La señora Petra tenía razón: ya está fatigado. Siente sed. El calor crece. Está bañado en sudor. Le arden los pies. En la próxima venta, la del señor Ramírez, seguramente le regalarán una totuma de agua, acaso un poco de guarapo. ¿Por qué no? Así ocurren, a veces, las cosas. A buen paso sigue, pues, Diomedes. Es su paso de niño, un pasitrote. Menudo, ágil, veloz, como el de su padre, como el de su madre, como el de todos los campesinos que van para el pueblo, que vuelven del pueblo, que van a misa, que vuelven del mercado. Como el de las mamas que cargan a la espalda los chicuelos recién nacidos, como el delos papas que cargan a la espalda el bulto de naranjas recién cogidas. Diomedes conoce bien este camino. Es el camino de su vida. Arbolas, piedras, recodos, ventas, sembrados, el manantial del kilómetro 29, la Cruz del Diablo en la colina de "Las Acacias", la fritanga en la tienda de Ramírez, el olor de la caña molida en el trapiche delos señores González, y la sombra al lado derecho, en la mañana, y al lado izquierdo, en la tarde. Sabe dónde se pueden cortar ramas para prender fuego en la cocina del rancho, dónde se puede coger una fruta, sin peligro, dónde se puede mirar, también sin peligro, el trabajo de las abejas y la paciente tarea de las hormigas. Diomedes sigue caminando, caminando. Ya no corre, pero sigue ligero, veloz punteando con los pies una secreta urgencia que él mismo no comprende. El pequeño canasto colgado al brazo le golpea por instantes la cadera. El sol lo sofoca. Con la mano que lleva libre se limpia el sudor de la cara. ¿Cuánto falta para llegar al pueblo? Diomedes mira el sitio por donde pasó y calcula la distancia por recorrer. Ya está próxima la venta del señor Ramírez. Una vuelta más y "¿niña Carmen, me da un poco de agua?". "¿Para dónde vas Diomedes?". Diomedes no responde. Coloca el canasto en el suelo cerca de un trozo de árbol que sirve de banco a la entrada de la tienda. Haya dentro varios campesinos que conversan, que comen, que beben. El se sienta en el trozo de árbol. ¿Le traerá agua la niña Carmen? Mejor ir por el agua. Entra. Huele a alpargatas, a sudor de campesinos, a queso agrio, a cerdo frito y, dominándolo todo, a guarapo. Ese olor supremo le acrecienta la sed. "¿Niña Carmen, me da un poco de agua?". Ella está del otro lado del mostrador y sin decirle palabra, hunde una taza en la gran olla de guarapo y con la mano húmeda se la pasa. "Así son las cosas", piensa Diomedes mientras bebe a grandes sorbos. Una frescura, una alegría, un bienestar delicioso le desciende por su garganta hasta el alma. "Gracias, niña Carmen". Sale. Toma el canasto y, "¿para dónde vas Diomedes?", le grita desde adentro la niña Carmen. "Para el pueblo", y echa a andar otra vez. Árboles, polvo, piedras, calor. El camino de su vida. Bien lo conoce Diomedes. Podría recorrerlo con los ojos cerrados. Y llegar, como llega ahora, a las primeras casas del pueblo. Por Dios, que ha ido muy lentamente en esta última etapa. Y Diomedes ya va corriendo, calle abajo-camino de la plaza. El canasto le golpea la cadera, pero él no se da cuenta. "Oiga, oiga", le dice un campesino tratando de detenerlo. Pero él sigue veloz. “Cuidado, cuidado", le grita una mujer, tratando de agarrarlo por el brazo. Pero él se desprende con violencia. "Voy a la cárcel a ver a papá", responde orgulloso. El canasto oscila sobre su brazo al impulso de la carrera. Diomedes se siente feliz. Ha olvidado todo, todo, para recordar únicamente a papá que está en la cárcel. Por eso corre, vuela como un endemoniado, para llevar el regalo de los seis bollos blancos y del trozo de cerdo. Nadie podría detenerlo. ¿Nadie? El brazo del guardia ha caído como una viga sobre su espalda. Diomedes trata de escapar a la dura presión que lo ha parado en seco. El corazón le salta en el pecho como un caballo desbocado. "Nadie puede entrar a la plaza", oye que le grita el guardia, mientras lo zarandea con una mano y con la otra sostiene el fusil. Pero en la plaza, al otro extremo, está la cárcel, y en la cárcel está papá.   Con el grito del guardia las gentes se han arremolinado en torno de Diomedes. Hay un principio de tumulto. El niño mira a la plaza. Se halla sola. En sus cuatro ángulos ve guardias apostados. Diomedes no entiende por qué no podría pasar él para entregarle a papá el regalo que lleva en el canasto. El guardia discute con las gentes. Las amenaza. Las gentes murmuran y el guardia se impacienta. Y se olvida, por un momento de Diomedes. Este se desliza, se escurre, y a carrera tendida entra a la plaza. En una fracción de segundo un silencio mortal se apodera de la atmósfera. Sobre el polvo de la plaza desierta, los pies del muchacho van dejando una efímera huella. "Aprisa, aprisa”, se dice para sí el pequeño Diomedes. "Papá debe estar esperándome". Y sus piernas vuelan. "Aprisa, aprisa... Ya voy a llegar. El guardia no me hará nada. Y me dejaran entrar... aprisa...". El niño Diomedes se desploma, se desgaja, como una fruta. Y la detonación del fusil repercute maravillosamente en el silencio que llena la plaza. El canasto ha rodado un poco y ha dejado sobre el polvo seis miserables bollos de maíz, un trozo de cerdo y un proyecto de  hombre.
                                                                                                      HERNANDO TELLEZ
                               
                                               AL PIE DE LA CIUDAD

¡Trae la cabra muchacho! se  oye  una voz que rueda hasta el cauce lleno. Y Otra voz, ahora infantil sube tropezando en los barrancos.¡  Ya voy!{...}
" Estas lluvias nos favorecerán; cuando merme la corriente pescaremos la mercancía que arrastre"
Así dijo- el padre días antes. El niño saldría con él a buscar baratijas entre las piedras de los desagües. En el fondo hallarían lo que  una ciudad grande tiene para perder: monedas que caen a los transeúntes por los enrejados de las alcantarillas, anillos o aretes o prendedores que dejan ir por los lavamanos y baños las señoras. En una ocasión él, mientras arreaba la cabra, encontró una piedra que dio de sonreír al padre. Desde entonces ejercieron con mayor empeño la profesión de pescadores de desperdicios. Por eso el hombre estuvo alegre con las lluvias torrenciales, y exclamó:
"Cuando merme el aguaje encontraremos buena mercancía".
Pero el niño estuvo triste porque el raudal ahogó el cabrito. Y ahora revientan las ubres de leche sin el espumoso afán de aquella trompa punteada. Por eso quiere  más a la cabra y se siente un poco hijo de ella. A veces mascaba hierba y caminaba en cuatro patas y arrimaba el rostro a la ubre, deseo de balar para decirle al animal que se sentía en algo hijo de él y así consolarlo por el recental muerto en los desagües  crecidos{...}

De los desagües para arriba quedan los barrancos. Y cauce arriba tras los barrancos está la ciudad. Para él ciudad es edificios altos, mucha gente, muchos carros.
A veces acompañaba a  su padre a vender el producto de su trabajo: un anillo, chispas de arete, eslabones de cadenitas de oro, medalla curtidas. Los compradores miraban recelosos y sin muchas preguntas, de mala gana pagaban  con qué obtener un par de pantalones, dos o tres libras de carne o de arroz, unos kilos de frijol o maíz.
"Por aquí se van las monedas cuando la gente las pierde"- explicó su padre, señalándole una reja de alcantarilla. Sabía que al llover, el agua arrastraba por los caños tales objetos. Así comprendió la alegría del hombre  cuando dijo:
"Estas lluvias nos traerán buenas mercancías  ".
Pero también sintió ira dolorosa porque al aumentar el raudal esas lluvia habían ahogado al cabrito, y ahora aquella leche rociaba las malezas y la ubre se veía sola sin aquella trompa punteada. Sin embargo a su manera quería las aguas turbias que venían de tantos rincones de la ciudad y traían baratijas u objetos finos. Él mismo ayudó a cavar
zanjas cruzadas: así  podían hurgar en el fondo y sacar lo que relucía. De esa larga brega dependían todos, no solo su familia sino otras cuyos ranchos trepaban por los barrancos hasta mucho más abajo  de la ciudad. Era un trabajo honrado y difícil. Otros robaban. A veces cuando hundían sus pies en las aguas sucias, sentían vagamente que eran desperdicios de la ciudad; de pronto salían al aire de las alcantarillas, rodaban botados a la inclemencia de los barrancos. Sin embargo, la ciudad daba de comer .Pero el mundo del niño eran los matojales de la loma los deslizaderos de tierra amarilla, y su cabra. Antes era el cabrito. Pero el cabrito desapareció en una de las zanjas que labrara con su padre en el desemboque de las aguas negras. Nunca decían que trabajaban en eso. Algo los hacía callar. Únicamente lo comentaban en los barrancos, en la tierra de nadie. " El Río" lo llamaban. Si alguien decía: "Aguas negras", guardaban un silencio enorme. Nunca mencionaban las rachas que traía el viento. Esa corriente era el Río y de él vivían -pescadores a su manera-, y a sus orillas crecían matas  fértiles. Allá arriba está la ciudad, acá abajo están ellos, y venden después, allá arriba, el producto de la búsqueda entre las aguas y las piedras ribereñas.
-¡Apúrate con la cabra muchacho!-repite el padre desde la casucha, encima, a mitad de la falda.

-¡Vamos ya !- contesta, despegando su rostro de los ijares. La cabra bala a los desagües, con ternura,  su cabeza extendida a la ausencia del crío. El niño dice:" Se ahogó el cabrito allá, en las zanjas que yo y mi papá hicimos. Se lo llevaron  las aguas por eso está sola, sin  el crío"- y vuelve a acariciarle la ubre, sintiéndose otra vez un poco recental con ganas de leche. Entonces arrima  su boca y comienza a chupar. La cabra aparta los remos traseros para dar más libertad a la ubre y  al niño. La leche fluye tibia y amorosa del pezón, resbala por las comisuras. Son amables los ijares que se hinchan con la respiración . Ella permanece inmóvil, otra vez madre de un pequeño aferrado a la ubre.
La voz se deja oír sobre el barranco, brava contra el mundo:
-¿Qué pasa muchacho? ¿Traes la cabra o bajo yo?
-Voy papá, ¡ ya vamos!-responde azuzando delicadamente a la cabra, que reemprende el camino hacia el estrecho patio de la casa.

Así sucedió meses atrás. Porque un día la cabra apareció mascando yerbas en la loma. "Mire lo que encontré en los desagües"-dijo el niño en ese entonces cuando llegó a la casucha empujando el animal. Pensaba que era un ternero barrigón , manso y extraño.
" Es una cabra, la perdería su dueño-dijo el hombre, retejiendo un viejo canasto en cualquier momento viene a llevársela, o ella misma regresará".

El niño giró su cabeza de la cabra al padre, del padre a la cabra.
"Le pediré al niño Dios una cabrita igual"-dijo. Sobó la planta de los pies contra el polvo, jaló el tirante en bandolera de su overol e insinuó otra posibilidad: "Mejor pediré al niño Dios y a Papá Noel dos cabras pa'l que la perdió, y así me quedo con ésta. ¿No te parece? El padre nada quiso decir. Vio a su hijo abrazado al animal, que parecía a gusto con él y tomando pala, azada y canastos, se dirigió a los desagües .
Toda la tarde pasaron juntos cabra y niño. El niño miraba azorado los rodaderos de gente por si el dueño volvía. "  De noche no vendrá ", se tranquilizaba, pero temía que el animal se perdiera en la oscuridad o regresara al sitio de donde vino.
Se rascaba la cabeza sentado en una piedra, hasta que se vació la noche, el mismo formó parte de la noche. Cuando volvió a la casucha la madre estaba inquieta. Y el padre. El también, con aire de culpabilidad. Nadie dijo nada. Después el niño se revolvía en su rincón; bajo la colcha de retazos, sin conciliar el sueño. Algo le remordía. Al fin, ya muy entrada la noche, preguntó:
""¿ Se embravaría Dios si yo amarrara un lacito a la pata de la cabra?".
" No  embravaría Dios por eso?.
" ¿Y si también amarrara la otra punta  del lacito a una estaca?".
En medio de la oscuridad de su cuarto el padre imaginó a la cabra en la loma, imposibilitada para huir. Entonces sintió ganas de llorar, Sólo dijo, abiertos los ojos al techo:
" Dios no se enojará muchacho"

Aquella primera vez nada más dijo el niño pero el contento no cupo con él y se le hizo necesario repartirlo. Así, congregó a los pequeños del barrio, los llevó a la cueva y dijo:
"Esta es mi cabra.  Se llama Cabra".
Fue el mejor nombre que pudo encontrarle, quedaba a la medida: era como llamar Agua al agua y Nube al cielo.
Todos, hasta los mayores dijeron que nunca antes habían visto una cabra, pero que era la más hermosa cabra que habían visto. Él estuvo orgulloso, aparentó dominio y tranquilidad.
" Es un bonito animal"-remató su padre.
-" Bonito"- repitió en eco la voz de su madre enferma.
Y nunca averiguaron de donde vino la cabra. Simplemente un día apareció mascando ramas en los barrancos y se quedó con la familia.

                                                         
                                            MANUEL MEJÍA VALLEJO. ( Tomado de Cuentos Colombianos.)


                                                              ACTIVIDAD

1. Consulta y escribe el significado de las palabras:
Ijar..____________________________________________________________________________
_________________________________________________________________________________

Pedregal_________________________________________________________________________
________________________________________________________________________________

Comisura______________________________________________________________________________________________________________________________________________________

Recental___________________________________________________________________________________________________________________________________________________________


Zanja______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

2. Organiza cronológicamente los sucesos del relato El Regalo

     

                ߛ Diomedes es detenido por la guardia.
                ߛ La multitud se acerca al niño y al guardia.
                      ߛ  El niño recibe una taza de guarapo en la tienda de la niña Carmen
                ߛ  Diomedes corre frente a la tienda de la señora  Petra.
              ߛ  El niño cae asesinado.
                ߛ Urías Gutiérrez le pregunta a Diomedes a dónde se dirige.

              ߛ  Diomedes escapa del guardia.

3. Escribe los apartados en que Hernando Téllez describe a Diomedes.


____________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

Explica el significado de la expresión  proyecto de hombre que aparece al final del relato El Regalo.

_____________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________.

5. Completa el cuadro con la descripción  sicológica de los protagonistas de cada relato


TEXTO
PROTAGONISTAS
DESCRIPCIÓN SICOLÓGICA
EL REGALO










AL PIE DE LA CIUDAD











6. Escribe qué relación tiene el título de cada relato con su contenido.


AL PIE DE LA CIUDAD___________________________________________________________

__________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

ELREGALO________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

7. Elabora un dibujo donde representes el lugar donde vive el niño del relato Al pie de la Ciudad.
















No hay comentarios:

Publicar un comentario